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Se considera que no puede haber relación entre la propiedad de una obra y la de un campo, que puede ser cultivado por un solo hombre, o de un mueble que solo sirve a un hombre; por consiguiente, la propiedad exclusiva se basa en la naturaleza de la cosa. Así, la propiedad literaria no se deriva del orden natural, ni se defiende por la fuerza social, sino que es una propiedad fundada por la propia sociedad. No es un verdadero derecho, es un privilegio.
Marqués de Condorcet, Fragmentos sobre la libertad de prensa, 1776

Si la naturaleza ha producido una cosa menos susceptible de propiedad exclusiva que todas las demás, esa cosa es la acción del poder de pensar que llamamos «idea», que un individuo puede poseer con exclusividad mientras que la guarde para sí; pero, en el momento en que se divulga, esta es forzosamente poseída por todo el mundo, y el receptor no se puede desembarazarse de ella. Su carácter peculiar también es que nadie la posee menos, porque todos los demás la poseen íntegramente. Aquel que recibe una idea de mí recibe la instrucción para sí, sin disminuir la mía; como quien enciende su vela en la mía, recibe luz sin oscurecer la mía.
Thomas Jefferson, en la carta a Isaac McPherson, 1813

I.

La noción de que alguien tenga la propiedad de una idea, que se volvió común en la sociedad occidental en los siglos siguientes, tanto entonces como ahora, sigue teniendo algo de extraño: ¿cómo puedes ser dueño de algo que yo continúo teniendo? ¿Eso por qué es un robo? Entendemos más fácilmente la idea de robo cuando, por ejemplo, cojo un pimentero de la cocina de tu casa. Estoy cogiendo algo, un vidrio que contiene pimienta, y, tras ese acto, no vas a tener más ese pimentero en tu cocina. ¿Pero qué estoy robando si, después de probar tu pimienta en un plato que cocinaste, tomo la idea de usar esa pimienta en un plato y voy al mercado a comprar un vidrio de pimienta igual al que tienes? ¿Qué estaría robando en este caso[^51]?

[^51]: Esa comparación fue creada a partir de Lessig, op. cit., p. 94.

Sabemos que ideas, historias, canciones, poemas, obras de teatro no tienen la misma naturaleza que objetos materiales como tierras, casas, vehículos, molinos, arados, joyas. Podemos, por ejemplo, escuchar una grabación de una canción mediante algún aparato en un determinado lugar al mismo tiempo que el compositor de la música la toca en otro —y esto no priva ni obstaculiza la escucha de ambos—. «Aquel que recibe una idea de mí recibe la instrucción para sí, sin disminuir la mía; como quien enciende su vela en la mía, recibe luz sin oscurecer la mía», dijo Thomas Jefferson, considerado uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, presidente del país entre 1801 y 1809, en una carta de 1813[^52]. Si las ideas son libres, no competidoras, virales, asociadas y combinadas unas con otras sean cuales sean sus territorios u orígenes, modificándose de acuerdo al uso y la creatividad de cada uno como el fuego, ¿por qué transformarlas en propiedad intelectual[^53]?

[^52]: En la versión original, en inglés: «He who recieves an idea from me, recieves instruction himself, without lessening mine; as he who lights his taper at mine, recieves light without darkening me». Carta de Thomas Jefferson a Isaac McPherson, 1813. Disponible en https://founders.archives.gov/documents/Jefferson/03-06-02-0322. «Este pasaje se cita mucho como argumento contrario a la propiedad intelectual, pero la intención de Jefferson es solo mostrar que la propiedad intelectual no es natural —lo que no impide [y él es un defensor de esto] que esta sea creada por la sociedad—» (Ortellado, Porque somos contra a propriedade intelectual, p. 29). [^53]: Las disputas en los tribunales ingleses en torno al copyright en el siglo XVII, citadas en el capítulo anterior, usaban la expresión propiedad literaria. La expresión en inglés intellectual property empieza a usarse algo más tarde; según el Oxford English Dictionary, su primer registro es de un artículo de 1769 en un conocido periódico de la época, Monthly Review, mientras que el uso con el significado que conocemos hoy data de 1808, como título de una colección de ensayos: New-England Association in favour of Inventors and Discoverers, and Particularly for the Protection of Intellectual Property. Fuente: Oxford English Dictionary.

El mismo Jefferson respondió en su época: «para que los creadores de ideas no pierdan la motivación de crear y expresar sus ideas, es necesario un estímulo material para quien “crea” o “expresa las ideas”. Para que sean asimiladas por todos los que las reciben, las ideas deben ser especialmente protegidas, para que cada vez que alguien las usa, el “creador” tenga su recompensa»[^54]. Siendo Jefferson uno de sus artífices, la Constitución de los Estados Unidos, promulgada en 1789, 79 años después del Estatuto de Anne y el mismo año que las primeras leyes de derecho de autor en Francia, ya citaba en una de sus cláusulas «el congreso debe tener el poder de promover el progreso de las ciencias y de las artes útiles asegurando a los autores e inventores, por un período limitado, el derecho exclusivo a sus escritos y descubrimientos»[^55].

[^54]: Thomas Jefferson, citado por Ortellado, op. cit., p. 29. [^55]: Cláusula de derechos de autor y de patentes de la Constitución de los Estados Unidos, art. I, § 8, cl. 8.

Las primeras legislaciones que tratan de regular la propiedad intelectual establecen legalmente aquello que todavía hoy es el principal conflicto: conciliar la remuneración de los creadores con el derecho de acceso a las creaciones artísticas. Al implantar el producto de una determinada creación intelectual como una mercancía con valor financiero de cambio, el pago material por una idea concreta va, en muchos casos del siglo XIX en adelante, a entrar en conflicto con el mantenimiento de un amplio dominio público de ideas común a la humanidad. La cuestión planteada en esa época se repite todavía hoy: ¿hasta qué punto la introducción del derecho a la propiedad intelectual, en vez de promover, restringe el progreso del conocimiento, de la cultura y de la tecnología?

II.

Hay diferencias sustanciales entre las características de la propiedad intelectual y las de la propiedad material. Muchas de ellas se establecieron en el período lleno de revoluciones, difusión de ideas y creaciones tecnológicas que va desde mediados del siglo XVIII hasta el final del XIX, momento en que la discusión en torno a la propiedad pasaba por un período de transformaciones en Europa. La decadencia del sistema feudal, el florecimiento de la burguesía comercial, la proliferación de ideas a partir de publicaciones impresas, el crecimiento del individualismo, las navegaciones que dieron lugar a la invasión de América, entre otras cuestiones relacionadas, fueron importantes para que se discutiera el estatus de la propiedad que hasta entonces, literalmente, reinaba en los países europeos. La mayor parte de las tierras y de bienes materiales hasta el siglo XVIII pertenecía a las muchas monarquías que gobernaban el continente europeo, a la Iglesia católica, a los nobles de cada región y, en menor escala, a las comunidades que administraban de forma colectiva sus tierras y otros recursos naturales, como bosques y lagos. Las diversas guerras en la Inglaterra del siglo XVII y la Revolución francesa a final del siglo XVIII tuvieron como uno de sus motivos principales la quiebra de la relación señor-vasallo que había en la gestión de las propiedades materiales hasta entonces y, en consecuencia, el establecimiento de nuevas leyes que frenaran el control real de las tierras y que regularan la propiedad.

Una de las formas de legitimar intelectualmente la propiedad privada se dio con las ideas liberales, que defendían el individualismo y la limitación del poder del Estado absolutista de la época. Uno de los divulgadores más importantes de esas ideas, el inglés John Locke (1632-1704) decía que la propiedad, así como el derecho a la vida y a la libertad, era un derecho natural, es decir, inherente al hombre[^56], creado por Dios en el momento de la creación del mundo. Locke decía que, como fruto legítimo de su trabajo, cada hombre tendría derecho a una propiedad; «cualquier cosa que él [el hombre] no saque del estado con que la naturaleza la promovió y dejó, la mezcla él con su trabajo y le junta algo que es suyo, transformándola en su propiedad»[^57]. Como límite a esa propiedad, señaló la necesidad de que las cosas en ese «estado con el que la naturaleza las creó» permanecieran de manera que fueran «suficientes para los demás, en cantidad y cualidad». Aquí ya está el embrión de los debates modernos que se harán entre lo público y lo privado en el derecho de propiedad y en torno al concepto del procomún[^58].

[^56]: Locke hablaba de ese derecho como exclusivo de una persona de género masculino, ignorando a las mujeres, como sus antepasados de la Antigüedad y la Edad Media, y como continuaría ocurriendo hasta, por lo menos, la conquista de los primeros derechos civiles por las mujeres, en el siglo XIX. [^57]: Locke, Dois tratados sobre o governo, p. 409. [^58]: Locke usa aquí la palabra «procomún» (commons) de manera similar a la res comunes romana, en el que es uno de los primeros registros cercanos a la idea de procomún que conocemos hoy, como «cosas que podrían ser comunmente apreciadas y cuidadas por la humanidad». Será el mismo procomún que, menos de dos siglos después, Karl Marx discutirá en Os despossuídos, una antología de textos de 1842 que trata sobre el derecho del uso de la tierra a partir del robo de la madera, una cuestión importante en la Alemania de la época. Se relacionará con los bienes intelectuales y digitales, como veremos en el capítulo 5, «Cultura libre», de este libro.

Al defender la propiedad como un derecho natural, principalmente en Dos tratados sobre el gobierno civil (1689), el filósofo inglés definía la noción de propiedad esencial para el desarrollo de la libertad individual, una idea que sería clave para que la burguesía en ascenso se librara de las limitaciones sociales impuestas por las monarquías absolutistas, que dificultaban la movilidad social y el libre comercio. La noción de propiedad privada divulgada por Locke ganó influencia y se extendió como aquella que sustituiría, en el pensamiento occidental de la época, a la concepción feudal de propiedad, real, hereditaria e inmutable. Sería usada también como base ideológica para la construcción de una forma de entender la propiedad privada material como fruto del trabajo y un derecho del hombre que se difundiría en las siguientes décadas y siglos, manteniéndose hasta el día de hoy.

Durante los siglos XVII y XVIII, la discusión sobre la propiedad afloraba también en Francia, a partir de las ideas liberales y en debates que involucraban a filósofos ilustrados de la época, como Rousseau, Diderot y Voltaire. Como Inglaterra, España y otros países gobernados por monarquías en la Europa de la época, Francia tenía su sistema de privilegios, otorgado a determinados grupos profesionales por los reyes —entre ellos el de los impresores, implantado desde mediados del siglo XVI—. En 1777, la monarquía francesa concedió los llamados «privilegios de autor» (privilèges d’auteur), que, distintos a los «privilegios de los editores» (privilèges en librairie), ya existentes, no trataba solo del período y de la forma de comercialización de las obras (como el copyright inglés establecido por el Estatuto de Anne), sino del reconocimiento perpetuo de propiedad de las ideas. Se considera un primer —aunque todavía incipiente— derecho concedido a los autores, fruto de la aplicación de la noción de propiedad privada como derecho natural también para las ideas.

Entre 1763 y 1764, por encargo de la comunidad de los editores parisinos, entonces preocupada con la posible supresión de los derechos editoriales que les garantizaban la exclusividad sobre las obras, el francés Denis Diderot (1713-1784) escribe la llamada Carta sobre el comercio de libros. El texto busca acercar la propiedad literaria (como todavía era llamada en esa época también en Francia) a la de bienes materiales y defender la propiedad perpetua de los autores y, por extensión, de los editores, sobre las creaciones «del espíritu humano». Dice:

¿Una obra no pertenece tanto a su autor como su casa o sus tierras? ¿No puede este alienar para siempre su propiedad? ¿Se permitiría, por cualquier razón o pretexto, expoliar a aquel que libremente lo sustituyó en sus derechos? ¿Ese sustituto no merece tener para ese derecho toda la protección que el gobierno concede a los propietarios contra los otros tipos de usurpadores?[^59]

[^59]: Diderot, Carta sobre o comércio do livro, p. 52.

Diderot, que había editado junto a D’Alembert la primera enciclopedia entre 1751 y 1772, también defendía la extensión del derecho de autor a sus «sustitutos», los editores, que, en su formulación, compraban legítimamente las obras de sus creadores, teniendo así los derechos sobre estas. Era un discurso que tomaba prestada de Locke la noción de derecho a la propiedad como natural y buscaba aplicarla también a los bienes intelectuales, lo que otorgaba al autor una propiedad absoluta e inviolable sobre su obra, por tiempo indefinido. También era un pensamiento con el que estaba de acuerdo la burguesía comercial e industrial de la época, que buscaba cambiar el control real ejercido a través de la concesión de privilegios por otro, basado en el derecho natural y ejercido por el mercado.

Aunque encontraran acogida en la sociedad francesa de la época, las ideas de Diderot sobre los derechos de autor tenían oposición incluso dentro del liberalismo predominante en el ambiente intelectual. Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, conocido como marqués de Condorcet (1743-1794), no estaba de acuerdo con la idea de que el autor sea el legítimo propietario de sus obras por tiempo indeterminado. En un libro llamado Fragmentos sobre la libertad de prensa, Condorcet resalta la importancia del interés público, critica la idea del monopolio comercial de los editores y rechaza la idea de equiparar la propiedad literaria a las demás formas de propiedad material.

Se considera que no puede haber relación entre la propiedad de una obra y la de un campo, que puede ser cultivado por un solo hombre, o de un mueble que solo sirve a un hombre; por consiguiente, la propiedad exclusiva se basa en la naturaleza de la cosa. Así, la propiedad literaria no se deriva del orden natural, ni se defiende por la fuerza social, sino que es una propiedad fundada por la propia sociedad. No es un verdadero derecho [véritable droit], es un privilegio [privilège].[^60]

[^60]: Condorcet, Fragments sur la liberté de la presse, en Œuvres de Condorcet, tomo 11, pp. 253-314, citado en Machado Pontes; Sousa Alves, O direito de autor como um direito de propriedade: um estudo histórico da origem do copyright e do droit d’auteur.

En nombre de un ideal social también presente en la Ilustración, el de la universalización del conocimiento, Condorcet y otros de la época defendían la libre circulación de los textos y el fin de la apropiación privada de una idea —todo privilegio sería un restricción al derecho de acceso de otros ciudadanos, siendo, por tanto, nocivo a la libertad—. También en Fragmentos sobre la libertad de prensa, Condorcet se pregunta si los privilegios son necesarios, útiles o nocivos al progreso de «las Luces» —como solía llamarse al conocimiento en esa época—. Él mismo responde que no; la propiedad literaria es «innecesaria, inútil e incluso injusta»[^61]. A partir de ahí, defiende que una legislación que concede a los autores el derecho de propiedad sobre sus obras no influencia positivamente el descubrimiento de verdades útiles, «sino que comprende de manera nefasta la manera en que esas verdades se difunden, siendo una de las principales causas de diferencia en la sociedad entre los hombres ilustrados o cultos y la masa inculta, para quien la mayor parte de las verdades permanece desconocida»[^62]. Condorcet pensaba que un mundo en que las ideas pudieran circular libremente sería aquel en que debería haber libertad de creación, reproducción y difusión del conocimiento y del arte, lo que volvería inapropiada cualquier apropiación individual de los bienes culturales —un principio que volverá a oírse en las ideas de cultura libre del siglo XX—.

[^61]: Ibidem. [^62]: Ibidem.

El choque de ideas entre Diderot y Condorcet, entre otros, fomentaría la creación de leyes durante un evento fundamental para la disminución de los privilegios reales y de la propia monarquía en Europa, la Revolución Francesa (1789-1799). En sus primeros años, los revolucionarios establecieron la abolición de los privilegios comerciales (como diversos otros) otorgados por el gobierno del rey Luis XVI —entre ellos, los «privilegios de los editores»— y crearon leyes que formarían las bases del sistema que, a partir de entonces, sería conocido como droit d’auteur (derecho de autor). La ley «Sobre el trabajo del congreso sobre la propiedad literaria y artística»[^63], de 1791, concede un monopolio de explotación de artistas del teatro sobre la representación de sus obras durante toda su vida y hasta cinco años después de su muerte. Dos años después, otra ley aumenta el beneficio para artistas de otras áreas y hasta diez años tras la muerte de los autores. Inspiradas por los discursos tanto de Diderot como de Condorcet, influenciadas también por Locke, Rosseau y otros, las leyes trataban de conciliar los diversos intereses enfrentados involucrados. Por un lado, consagraron la idea de Diderot sobre el carácter sagrado de la creatividad individual y la inviolabilidad del derecho de autor; por otro, hubo también lugar para la noción de Condorcet de que, tras cierto tiempo (en un primer momento cinco, después diez años tras la muerte del autor), la obra debería pertenecer al dominio público, para el progreso de «las Luces» y del conocimiento universal.

[^63]: Disponible íntegramente en https://fr.wikisource.org/wiki/Compte_rendu_des_travaux_du_congr%C3%A8s_de_la_propri%C3%A9t%C3%A9_litt%C3%A9raire_et_artistique/Loi_du_19_juillet_1791.

De esta época en adelante se consolidaron el copyright inglés y el derecho de autor francés como los principales sistemas de leyes, los cuales regulan hasta hoy la creación de bienes culturales (e intelectuales) en Occidente. Una de las diferencias entre los dos sistemas era la cuestión del soporte: el copyright era válido inicialmente para una obra solo cuando esta se materializaba en un soporte físico, como un libro impreso. Sin embargo, en el droit d’auteur, ese prerrequisito del soporte no existía: las leyes pasarían a proteger la autoría y la integridad de la obra (los derechos morales) incluso cuando esta aún fuera una idea y no estuviera materializada en algún formato. Otras diferencias entre los dos sistemas todavía convivirían y se volverían más complejas a lo largo de disputas teóricas y filosóficas durante el siglo XIX, período en que varios países empezaron a adoptar por primera vez legislaciones que regulaban la propiedad intelectual, entre ellos Brasil[^64]. En la teoría jurídica, se acordó relacionar el copyright como una opción utilitarista, una licencia dada a los propietarios de una obra para su explotación comercial durante un tiempo determinado, con el objetivo de recuperar los costes empleados en la producción y obtener nuevas inversiones durante el período, al tiempo que el droit d’auteur, por lo menos en su inicio, sería una opción marcada por la influencia del derecho natural, que, si tuviera éxito, tal como Diderot y otros defendían, convertiría el derecho de autor en permanente y hereditario, lo que podría haber llevado a la comercialización y privatización de todos los bienes culturales y a la ausencia de un dominio público. La reglamentación creada en Francia durante la época de la Revolución Francesa restringió ese derecho a un determinado período, lo que, de cierta forma, mezcló las dos influencias, utilitarista y del derecho natural, tanto en la legislación francesa como en la de países que adoptaron el copyright, como Inglaterra y Estados Unidos[^65].

[^64]: Según Paranaguá y Branco en Direitos autorais, las primeras referencias a los derechos de autor en Brasil datan de 1830, con un Código Criminal que considera como crimen la violación de derechos de autor. La primera ley, sin embargo, sería la n. 496/1898, también llamada Lei Medeiros e Albuquerque, en homenaje a su autor, que a su vez fue revocada por el Código Civil de 1916, que clasificó el derecho de autor como bien móvil, fijó el plazo de prescripción de una ofensa a los derechos de autor en cinco años. Solamente en 1973 fue cuando Brasil vio publicada una ley única y completa que regulaba el derecho de autor. [^65]: Y unió las nociones de copyright y derecho de autor, algo que hasta hoy permanece en las legislaciones de muchos países. Sobre esa discusión, véase en especial en un artículo de Paulo Rená, Droit d’autor vs. copyright: diferenças conceituais entre direito de autor e direito de cópia, Hiperfície, 28 mar. 2012. Disponible en https://hiperficie.wordpress.com/2012/03/28/droit-dautor-vs-copyright-diferencas-conceituais-entre-direito-de-autor-e-direito-de-copia.

Después de esta primera consolidación jurídica de la propiedad intelectual, algunos tratados de las décadas siguientes serían responsables de la determinación de estándares internacionales que buscaban acordar algunos puntos comunes entre los países que estaban más influidos por el sistema del copyright (Inglaterra, Estados Unidos y buena parte de las excolonias anglosajonas) y los de mayor incidencia de los derechos de autor (Francia, Alemania, España y la mayor parte de América Latina, incluido Brasil). La Convención de Berna, firmada durante la década de 1880, fue el principal de esos tratados, promovida por la Asociación Literaria y Artística Internacional, grupo creado en 1878 por influencia del escritor francés Victor Hugo. La propuesta era definir estándares jurídicos que sirvieran para varios países y, así, evitar que una determinada obra protegida por copyright en Inglaterra, por ejemplo, pudiera ser copiada y vendida por cualquiera en Francia, actuación que era común en la época y no gustaba a muchos escritores, caso del mismo Victor Hugo (autor de, entre otros, Los miserables, de 1862) y también de Charles Dickens, a quien, para su ira[^66], republicaron varias obras que escribió, publicadas originalmente en Inglaterra, en grandes tiradas sin su autorización en Estados Unidos.

[^66]: Como, entre otros, contó el escritor Ruy Castro, en «Dickens e os piratas», Folha de S.Paulo, 8 febr. 2012, disponible en https://www1.folha.uol.com.br/fsp/opiniao/24603-dickens-e-os-piratas.shtml.

La Convención de Berna fue firmada en 1886 por países como Francia, Bélgica, España, Suiza, Alemania, Haití, Túnez e Italia, y tuvo como resultado la definición de derechos exclusivos —que a partir de entonces necesitaban autorización legal— para la traducción de obras, la adaptación y reorganización, la lectura y representación en lugares públicos, teatros y salas de concierto, la reproducción de copias impresas, entre otros usos. Algunos países que habían adaptado el sistema influenciado por el copyright se opusieron a algunas definiciones; es el caso de Inglaterra, que firmaría la convención el año siguiente, pero no seguiría gran parte de las disposiciones hasta un siglo después, en 1988[^67], y de Estados Unidos, que se negó a firmar con el pretexto de que el acuerdo establecido en Berna cambiaría de forma significativa su legislación de derecho de autor —y solo hicieron efectivas todas las reglas del acuerdo internacional en 1989[^68]—. A pesar de las oposiciones, la Convención de Berna se consolidó como el tratado de propiedad intelectual más aceptado del mundo; dio origen a entidades internacionales[^69] de administración de esos derechos y pasó también a orientar los cambios que las nuevas tecnologías desarrolladas en las décadas siguientes y en el siglo XX causarían en la producción y difusión de bienes culturales.

[^67]: A partir de Copyright, Designs and Patents Act 1988, que reformaría la ley de copyright del país. Legislación completa disponible en https://www.legislation.gov.uk/ukpga/1988/48/contents. [^68]: Según la lista de países firmantes de la World Intellectual Property Organization (WIPO). Fuente: https://www.wipo.int/treaties/en/ShowResults.jsp?lang=en&treaty_id=15. [^69]: Primeramente, la United International Bureaux for the Protection of Intellectual Property (BIRPI), creada en 1893 para organizar la Convención de Berna y la de París, que dio origen a la noción internacional de propiedad industrial. A partir de 1970, cambia su nombre al que todavía hoy mantiene: World Intellectual Property Organization (WIPO).

III.

La creación de una noción de propiedad intelectual en el siglo XIX está también ligada a las nuevas tecnologías de reproducción y expresión desarrolladas en ese período. Así como, en el siglo XVI, los primeros privilegios para los impresores y el copyright surgieron después de la invención y la propagación de la máquina de impresión de tipos móviles en Europa, también las nuevas formas de reglamentar la creación y la reproducción de bienes culturales se dan con la introducción de nuevas tecnologías. No obstante, al contrario que las máquinas de impresión, que hicieron circular ideas en diferentes formatos, pero solamente en un tipo de soporte, las tecnologías del siglo XIX amplían los soportes de transmisión de ideas al audio y las imágenes, lo que también aumenta la velocidad de circulación de la información y empieza a dar fin al impreso como principal soporte de disfrute y consumo de bienes culturales.

Las maneras en que las invenciones tecnológicas del siglo XIX se relacionan e influencian unas a otras son diversas y complejas. Para facilitar y analizar ciertos impactos, podemos dividir esas tecnologías en dos grupos: las tecnologías de comunicación, que, al acortar distancias y conectar de forma más rápida a personas en diferentes lugares, aumentaron el intercambio de nueva información, como es el caso del telégrafo, del teléfono y de la radio —todas, a su vez, muy relacionadas con la expansión de los medios de transporte, como el tren, el barco de vapor y el automóvil—; y las tecnologías de grabación y reproducción, aquí consideradas tanto las de sonido, como el gramófono y el fonógrafo, como las de imagen, que combinaron tradiciones antiguas hechas de trucos físicos y mezclas químicas de sustancias con nuevas técnicas e invenciones provenientes de la expansión de la ciencia —y también de la industria— de la época, es el caso principalmente de la fotografía y del cine.

En el grupo de tecnologías de comunicación, el telégrafo inauguró, en la primera mitad del siglo XIX, una nueva era de difusión de información al transmitir mensajes mediante impulsos eléctricos a regiones separadas por miles de kilómetros. Su creación estaba asociada al desarrollo del ferrocarril, que exigía métodos instantáneos de señalización por seguridad, «aunque hubiera algunos hilos telegráficos que seguían las vías, no de los ferrocarriles, sino de los canales»[^70]. Se atribuye a los ingleses William Fothergill Cooke y Charles Wheatstone el origen de un primer sistema de uso comercial del telégrafo, en 1837, con el objetivo de acompañar la construcción del ferrocarril entre Londres y Birmingham, en Inglaterra[^71]. En las décadas siguientes se popularizaría como un servicio proporcionado por el Estado en la mayor parte de Occidente, lo que aumentó a niveles entonces desconocidos la velocidad de transmisión de información, pública y privada, local y regional, nacional e imperial.

[^70]: Briggs; Burke, op. cit., p. 140. [^71]: Ibidem.

El año que se conoció como el de la primera transmisión telegráfica es recordado por nosotros hasta hoy por ser también el de la publicación de la patente de invención, por los ya citados Cooke y Wheatstone. Aquí vale recordar que, además del derecho de autor y el copyright, los siglos XVIII y XIX también vieron surgir, consolidarse en minucias legales y propagarse como una de las bases del modo de producción capitalista otra noción jurídica de apropiación de las ideas: la patente, que a partir de entonces sería definida como un registro de una concesión, pública y limitada, para la explotación privada y comercial de una idea. A diferencia de los bienes culturales, las patentes se aplican a bienes considerados utilitarios —más tarde, la noción incluiría el software e incluso una fórmula matemática, como un algoritmo—, que, en ese momento, lograron la reproducción en masa a partir de los parques industriales en expansión. Durante otro de los tratados internacionales reguladores de la propiedad intelectual de ese período, la Convención de París de 1883, la patente da origen a una ramificación en los estudios y regulaciones jurídicas sobre la propiedad intelectual, que pasa a ser llamada entonces propiedad industrial, brazo jurídico que va a regular mundialmente invenciones como el telégrafo, además de registros de diseño industrial y marcas (nombres comerciales), diseño de productos y envoltorios, entre otros diversos objetos de una lista que solo aumentaría con las nuevas tecnologías desarrolladas en el siglo XX.

El telégrafo propició por lo menos dos inventos más que ayudaron a acelerar la difusión de ideas por todo el mundo en el siglo XIX. El primero fue el teléfono, presentado por Alexander Graham Bell en la Oficina de Patentes de los Estados Unidos en 1876 como «la manera de, y el instrumento para, transmitir sonidos vocales u otros telegráficamente, causando ondulaciones eléctricas, similares a las vibraciones del aire que acompañan al sonido vocal»[^72]. Se servía de los canales de transmisión de mensajes del telégrafo para transformar energía acústica —la voz— en energía eléctrica, lo que permitiría el intercambio de información a través del habla entre dos (o más) puntos conectados por una red. El segundo fue la radio, en 1895, año en que el italiano Guglielmo Marconi, entonces con 21 años, realizó su primera transmisión en un sistema de propagación de señales en ondas sonoras a partir de una antena hacia lugares a poco más de tres kilómetros de distancia del origen. Era una especie de «telégrafo inalámbrico«, con información sonora codificada en una señal electromagnética que propaga mediante ondas, medidas en hercios, en el espacio físico. Un año después, entonces viviendo en Inglaterra, Marconi registró su patente como «mejoras en la transmisión de impulsos y señales eléctricos y en los respectivos aparatos»[^73], la primera emitida para un sistema de telégrafo sin filo a base de ondas hercianas.

[^72]: Fuente: http://www2.iath.virginia.edu/albell/bpat.1.html. Para más información véase https://pt.wikipedia.org/wiki/Alexander_Graham_Bell. [^73]: «Improvements in Transmitting Electrical Impulses and Signals and in Apparatus there-for». Fuente: Hong, Wireless: From Marconi’s Black-box to the Audion. Se puede encontrar más información al respecto en el artículo de Wikipedia sobre la historia de la radio: https://en.wikipedia.org/wiki/History_of_radio.

Hay varios inventos cercanos y competidores surgidos en esa época que pueden identificarse aquí como tecnologías de grabación y reproducción. Son, todos ellos, puntos culminantes de numerosas intentos a lo largo de la historia de grabar, reproducir y almacenar sonidos e imágenes que, cuando empiezan a circular en la sociedad, alteran la dependencia de una medición simbólica mediante el alfabeto, predominante hasta entonces, para la comprensión de la realidad. Son métodos que empiezan a almacenar y transmitir, en forma de ondas de luz y sonido, efectos visuales y acústicos de lo real, volviendo autónomos los oídos y los ojos[^74] —lo que produce una serie de transformaciones en la forma de producir, circular, consumir y regular los bienes culturales a partir de entonces—.

[^74]: Kittler, Gramofone filme typewriter, p. 24.

El primero de estos inventos es el fonógrafo, cuya presentación pública fue el 6 de diciembre de 1877 en Estados Unidos por Thomas Edison, director del entonces primer laboratorio de investigación en la historia de la tecnología, en Menlo Park, Nueva Jersey[^75]. El aparato transformaba, a partir del giro de una manivela, sonidos emitidos en una boquilla en trazos en un cilindro pequeño con surcos que después podían ser reproducidos y amplificados a partir de un cono acoplado al aparato. El gramófono, creado y patentado por el alemán Emil Berliner en 1888, ya hacía lo mismo, pero usando un disco plano (de cera, goma laca, cobre, después vinilo) en vez del cilindro. La tecnología detrás de los dos productos era un poco diferente, así como las intenciones de los inventores; pero interesado en la calidad de grabación de música clásica, Berliner optó por el uso de una matriz para duplicar las grabaciones sonoras, ya que, para él, la capacidad de repetición importaba más que para Edison y también que para Graham Bell —que inventó otro aparato parecido entonces, el grafófono—, quienes concebían el uso de sus inventos para registros familiares o en oficinas[^76]. En las primeras décadas del siglo XX, el disco plano de Berliner ganó la disputa con los cilindros de Edison y se consolidó como el formato más usado para ese tipo de aparato de grabación y reproducción sonora, sobre todo porque era más fácil de producirse de forma industrial que los cilindros y podía incluir capas, sellos y otros accesorios.

[^75]: Ibidem. [^76]: Briggs; Burke, op. cit., pp. 181-182.

Un poco antes, aún en la primera mitad del siglo XIX, el daguerrotipo, presentado públicamente por el francés Louis Daguerre en 1839, fue el primer proceso de producción de imágenes en extenderse ampliamente por Occidente. Consistía en una placa de cobre, u otro metal más barato, que con un baño de plata formaba una superficie reflectante que, al ser colocada en una caja oscura y expuesta a una determinada situación durante algún tiempo (que podría ser de hasta diez minutos en ese primer momento), formaba un «retrato» de esa situación, siendo mostrado públicamente después del revelado en un proceso químico. No era un procedimiento fácil, pero se difundió por Occidente en la décadas de 1840 y 1850 especialmente por ser más práctico y barato que los retratos pintados, muy comunes en la época en las familias burguesas e industriales. Junto al calotipo (proceso que usaba nitrato de plata y producía «negativos» sorbre papel, desarrollado por el inglés William Henry Fox Talbot un año después), el daguerrotipo sería el más común de los diversos procedimientos fotográficos existentes en la época hasta la consolidación del método de fotografía instantánea con rollos de película, a final del siglo XIX. Patentado por George Eastman, un banquero transformado en empresario en Estados Unidos, ese método sería la base para la creación y comercialización de las cámaras con películas de carrete, principal producto de una empresa que Eastman fundaría en 1882, la Kodak, casi convertida en sinónimo de la fotografía en el siglo XX.

La introducción de la «imagen en movimiento» con el cine tal vez haya sido el mayor cambio tecnológico de aquel momento. Nació a partir de varias innovaciones que van desde la consolidación del dominio fotográfico hasta la síntesis del movimiento; durante todo el siglo hubo experimentos que, a partir de principios más antiguos, como la cámara oscura[^77], trataban de producir y reproducir imágenes en movimiento, como es el caso de algunos experimentos ópticos como el zoótropo (en 1828-1832 por William George Horner) y el praxinoscopio^78. El ya citado Thomas Edison trabajó en el tema y en 1891 saldría, del laboratorio de tecnología que dirigía, la patente del cinetógrafo, una máquina que registraba imágenes en movimiento y las exhibía en un catalejo dentro de un cajón de madera. Dos años después, vendría del ingeniero jefe de los Edison Laboratories, William Kennedy Laurie Dickson, la patente del quinetoscopio, un instrumento de proyección interna de películas con un visor individual por el cual se podía asistir, mediante la inserción de una moneda, a una pequeña tira de película en looping. Los lugares con quinetoscopios se volverían populares en las décadas siguientes en Estados Unidos y serían llamados nickelodeons; exhibían imágenes en movimiento de números cómicos con animales adiestrados, ejercicios de circo y bailarinas bailando, y obtuvieron un éxito comercial considerable.

[^77]: Con referencias primarias que remiten a los griegos, la cámara oscura es un tipo de aparato óptico basado en el principio del mismo nombre que consiste en una caja (que puede tener algunos centímetros o alcanzar las dimensiones de una sala) con un orificio en una de sus caras. La luz, reflejada por algún objeto externo, pasa por ese orificio, atraviesa la caja y llega a la superficie interna opuesta, donde se forma una imagen invertida de aquel objeto. Fuente: https://pt.wikipedia.org/wiki/C%C3%A2mera_escura. [^78]: Entra en esta lista de juegos ópticos también el estroboscopio. Véase más en https://pt.wikipedia.org/wiki/Hist%C3%B3ria_do_cinema.

Dos años después del registro de la patente del quinetoscopio, ocurrió lo que pasó a la historia del cine como la primera proyección de pago de una película de corta duración, en el Salón Grand Café, en París, el 28 de diciembre de 1895. Fue una presentación pública de un aparato inventado —y patentado el mismo año en Francia— por los hermanos Lumière (Auguste y Louis) llamado cinematógrafo, que, basado en el cinetógrafo de los laboratorios Edison, funcionaba como una máquina tres en uno: grababa, revelaba y proyectaba películas. Con gran cobertura de la prensa de la época, la considerada como primera sesión de cine proyectó diez cortos de los dos hermanos, todos de menos de un minuto, mudos (las películas sonoras solo aparecerían después de 1927) y que hoy serían considerados documentales. Entre los proyectados estaba La Sortie de l’Usine Lumière à Lyon, el primero de la sesión y también la primera película de la historia del cine, que mostraba escenas de personas saliendo de la fábrica de los Lumière en Lyon.

IV.

Al observar esa época y las diferentes historias sobre dónde, cómo y quién había creado esos inventos tecnológicos, son importantes algunas consideraciones sobre patentes y propiedad intelectual. La primera de ellas es que el teléfono, la radio, el gramófono, la fotografía y el cine habían sido creadas «a hombros de gigantes», como dice la expresión atribuida al francés Bernardo de Chartres en el siglo XII y popularizada por Isaac Newton en 1675. Decir esto revela que fueron invenciones que en gran medida fueron posibles a partir de otras creaciones —aparatos técnicos, ideas y mecanismos que no llegaron a nosotros porque se perdieron debido a la escasez de recursos de esos inventores para hacer un registro que perdurara—, o entonces fueron incorporadas a otras ideas de quien, con más posibilidades técnicas y financieras, pondría esos inventos en circulación a una escala industrial.

La segunda consideración es que, especialmente en esa época, había muchas discrepancias sobre quién realmente había inventado las tecnologías de comunicación, grabación y reproducción aquí identificadas. El teléfono, por ejemplo, ya tenía un antepasado muy cercano alrededor del 1860, dieciséis años antes del registro de patente de Graham Bell; era una especia de «teléfono parlante» desarrollado por el italiano residente en Estados Unidos Antonio Meucci, que llegó a trabajar con Bell y a registrar su invención en 1871, al tiempo que el alemán Johan Philipp Reis, en 1861, y el estadounidense Elisha Grey, en el mismo 1876 de la patente de Bell, también trabajaron con prototipos parecidos. Dos años antes de la primera transmisión mediante ondas hercianas del italiano Marconi, en 1893, un cura brasileño llamado Roberto Landell de Moura hacía, en Puerto Alegre, experimentos semejantes de transmisión de voz mediante ondas, lo que solo se confirmaría y documentaría oficialmente en 1900, ya después de la patente de Marconi. De los varios antecesores del fonógrafo y del gramófono, hay uno muy cercano en particular, llamado paleofone, que fue registrado por el francés Charles Cros en su país el mismo año del registro realizado por Edison en Estados Unidos. La disputa por la invención del cine entre los Lumière, hijos de un pequeño empresario francés de Lyon, y Edison causó y todavía hoy causa discrepancias, ya que ambos hacían, en el mismo período, películas diferentes.

Estas y muchas historias semejantes de la época nos muestras que Graham Bell, Thomas Edison y Guglielmo Marconi fueron principalmente empresarios y rápidos patentadores, que supieron anticipar posibilidades de negocios lucrativos a partir de los inventos que registraron. Con sus patentes, trataron de garantizar jurídicamente la exclusividad de producción y uso de productos que no necesariamente inventaron, sino que, a partir de estructuras (o de los contactos) de producción entonces bien establecidas, aumentaron su difusión a partir de la producción a escala industrial y la distribución masiva como mercancía. Buscaban la recuperación de sus inversiones en administración de investigación y desarrollo, es cierto, pero también la garantía del mantenimiento de sus beneficios durante mucho tiempo —lo que, a partir del registro de patentes, de hecho ocurrió—.

Por ejemplo, Graham Bell. De familia escocesa que trabajaba en el otrora prometedor negocio de la oratoria, Alexander migró a Canadá al inicio de su vida adulta e hizo carrera en Estados Unidos como inventor y empresario; fue uno de los fundadores de American Telephone and Telegraph Company (AT&T), una de las mayores empresas de telefonía (luego de Internet y también de televisión por cable) de Estados Unidos del siglo XX. Thomas Edison, que trabajó con Graham Bell, era un empresario de tecnología, financiado por figuras como Henry Ford y Harvey Firestone, creador de un laboratorio de producción de inventos que se convertiría en General Electric, uno de los más grandes conglomerados industriales del planeta todavía a día de hoy. A partir del registro de patente de la radio en Inglaterra en 1896, Marconi crearía la Wireless Telegraph & Signal Company en el país, después transformada en Marconi Co., empresa que sería una de las más importantes de las telecomunicaciones británicas en las primeras décadas del siglo XX.

A diferencia de Graham Bell, Edison, Marconi y también de los Lumière, que ya en ese época tenían una estructura para patentar y empezar a producir sus inventos a mayor escala, Meucci, Landell de Moura, Cros y otras figuras no tan recordadas hoy eran inventores que, sin muchos recursos para producir y litigar en el entonces fuerte mercado de patentes, no transformaron sus ideas en productos vendibles. Meucci, por ejemplo, era un inmigrante; nació en Italia, vivió quince años con su esposa y familia en La Habana, Cuba, donde hay registros de que ya en 1849 inventó el telégrafo parlante a partir de una máquina de electrochoques[^79]. En 1850, con algunos ahorros, se mudó a Estados Unidos con el objetivo de vivir de sus invenciones —en la época, la joven nación se estaba consolidando como un gran lugar de peregrinación para inventores y empresarios que querían trabajar en sus inventos—. Meucci montó una fábrica de velas, empleó a otros compatriotas exiliados, se involucró en la política de su país —Giuseppe Garibaldi, líder de la unificación de Italia, trabajó en su fábrica y estuvo alquilando su casa durante cuatro años—, falló, montó otra empresa, ahora basada en su telégrafo parlante, llamada Telettrofono Company, que llegó a registrar su invento en 1871, cinco años antes del teléfono de Bell. Pero, sin tantos recursos y poder político como Bell, perdió las disputas jurídicas contra él relacionadas con las patentes y no consiguió desarrollar más su invento[^80].

[^79]: Más detalles sobre Meucci y las fuentes de información aportadas aquí en https://en.wikipedia.org/wiki/Antonio_Meucci. [^80]: En un pequeño reconocimiento tardío, en 2002, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos homenajeó a Meucci en una resolución (https://www.congress.gov/bill/107th-congress/house-resolution/269) por haber formado parte del desarrollo del teléfono, a pesar de que no especifique cuál y haya varias disputas sobre quién realmente habría inventado primero el teléfono.

En la periferia del mundo de las patentes de la época (y aún hoy), el cura católico brasileño Landell de Moura hacía pruebas, muchas veces en solitario, en sus iglesias en Puerto Alegre, São Paulo y Campinas, con el telégrafo y lo que vendría a ser la radio en la misma época que Marconi en Italia. Fue solamente en 1900, en São Paulo, cuando Landell de Moura consiguió hacer un registro aceptado por los trámites de la época, teniendo testigos y siendo documentado por el Jornal do Commercio[^81]. El año siguiente, obtendría una primera patente brasileña para lo que llamaba «aparato destinado a la transmisión fonética a distancia, con hilo o sin hilo, a través del espacio, de la tierra o del elemento acuoso». Con ella viajaría los años siguientes a Europa y Estados Unidos, donde, en 1904, también dejaría patentes de «transmisor de ondas», «telégrafo sin hilo» y «teléfono sin hilo», con alguna repercusión. No obstante, vuelve a Brasil en 1905, donde continúa sus experimentos, pero, sin el apoyo de la Iglesia, de los empresarios o de los gobernantes locales, no desarrolla más sus investigaciones autodidactas; Marconi, Bell y otros, en Europa y en Estados Unidos, siguieron[^82].

[^81]: Jornal do Commercio, 10 jun. 1899, p. 3. Fuente: http://landelldemoura.com.br/. [^82]: Esta información sobre Landell de Moura está basada en https://pt.wikipedia.org/wiki/Roberto_Landell_de_Moura.

El 30 de abril de 1877, ocho meses antes de que Thomas Edison registrara la patente del fonógrafo en Estados Unidos, el escritor bohemio e inventor francés Charles Cron depositó un sobre cerrado en la Academia de Ciencias francesa con un artículo sobre un «procedimiento de grabación y reproducción percibidos con el oído». Era el mismo modo de funcionamiento del aparato de Edison, que conocía los rumores de la invención de Cros[^83]. Pero el francés carecía de lo que, al otro lado del atlántico, el laboratorio en Menlo Park tenía de sobra: condiciones técnicas y financieras para la realización práctica de la idea. De ahí también el hecho de que el fonógrafo, un mes después de la presentación pública y el registro de Edison, comenzó a producirse en masa, mientras que el paleófono, invento de Cros, fue olvidado. Sin posibilidad de reclamar jurídicamente algún crédito por las ideas, el francés no llegó a ver las transformaciones que la rica biblioteca de audios que él anticipó producirían en el mundo; murió en 1888, a los 45 años.

[^83]: Kittler, op. cit., p. 47.

Entre todos estos hombres blancos y de las Américas y Europa —y aquí también hay una distinción de género, color y origen de aquellos que pasaron a la historia y los que fueron borrados o no citados en esos registros—, Louis Daguerre tan vez haya sido un caso extraño para la cuestión de la propiedad intelectual. Socio de Joseph Niépse, a quien se le atribuye la primera «fotografía de la vida», llamada heliografía[^84] y presentada por lo menos una década antes, Daguerre mostró su invento a la Academia Francesa de Ciencias en 1839. El Estado francés adquirió la patente del daguerrotipo y, justo después, la convirtió en dominio público, «abierta para el mundo entero»[^85]. Ese gesto, inusual entre las tecnologías de comunicación, grabación y reproducción aquí citadas, facilitó que hubiera una verdadera daguerréomanie en Francia, con un gran número de daguerrotipistas también en otros países; «había diez mil de ellos en Estados Unidos en 1853, entre ellos Samuel Morse, y en Gran Bretaña había cerca de dos mil fotógrafos registrados en el censo de 1861»[^86]. Otros procedimientos de producción fotográfica más baratos y fáciles de reproducirse, como el calotipo de Henry Fox Talbot, y después el rollo de película de Eastman y de la Kodak (ambos registrados como patentes privadas), volvieron el daguerrotipo un procedimiento obsoleto que no llegó a desarrollarse a escala industrial después de 1870.

[^84]: Joseph recubrió una placa de estaño con betún blanco de Judea que tenía la propiedad de edurecerse al entrar en contacto con la luz. En las partes no afectadas, el betún era retirado con una solución de esencia de lavanda. En 1826, exponiendo una de esas placas durante ocho horas aproximadamente en su cámara oscura fabricada, consiguió una imagen del patio de su casa. «Heliografía» significa grabado con la luz solar. Fuente: https://en.wikipedia.org/wiki/Nic%C3%A9phore_Ni%C3%A9pce. [^85]: Briggs; Burke, op. cit., p. 166. [^86]: Ibidem, p. 167.

V.

Ante la consolidación de la propiedad intelectual en el siglo XIX, conviene replantear la pregunta del inicio de este capítulo de otra forma: ¿la introducción de los elementos jurídicos reguladores de las propiedades de las ideas restringieron o promovieron el progreso del conocimiento, de la cultura y de la tecnología? Una respuesta posible sería decir que lo promovieron, basta ver la cantidad de inventos que se hicieron populares en esa época y las enormes transformaciones que estos trajeron a la sociedad. También es aceptable decir que los cambios causados por las leyes de derechos de autor de esa época, por ejemplo, permitieron que muchos artistas empezaran a poder vivir de sus trabajos y no quedaran más a merced de monopolios e intereses de la Corona, lo que les aseguró una serie de derechos y les otorgó garantías que les pusieron al nivel, en algunos casos, de otros trabajadores profesionales de la época, además de darles —por lo menos en teoría— más posibilidades de libertad para la creación, sin el control religioso o estatal.

Otra respuesta posible es decir que los mecanismos jurídicos reguladores de la propiedad intelectual restringieron el progreso y el acceso al conocimiento. Antes una base de datos casi infinita y de acceso libre, el dominio público de ideas e información pasó a tener sus ideas encerradas en pequeños feudos, mayores o menores de acuerdo a las posibilidades económicas y las disposiciones político-institucionales de quienes las retenían. En un primer momento, el cierre de algunas ideas del dominio público es por poco tiempo; las primeras leyes de copyright establecieron 14 años después de la publicación como el período de explotación comercial exclusivo de la obra, con el fin de remunerar al autor (o a los intermediarios que habían financiado su producción) por la inversión realizada. Pero, con cada nuevo aparato tecnológico —y el mundo lucrativo abierto por estos—, este período se vuelve mayor: 40, 50, 70, 120 tras la publicación o 70 años después de la muerte del autor, como se consolidó en las leyes de derecho de autor en Brasil y en muchos países del mundo en el siglo XX[^87].

[^87]: Una lista del período tras el cual una obra entra en dominio público puede consultarse en Wikipedia: https://pt.wikipedia.org/wiki/Dom%C3%ADnio_p%C3%BAblico.

Usada como justificación ideológica por reyes, nobleza e Iglesia para la regulación de la publicación de las ideas, la censura cede lugar, a partir de los siglos XVIII y XIX, al mercado y a la libre competencia. Ya no es por tratar temas prohibidos a los ojos de los censores que la circulación de ideas necesita ser controlada; es para que una persona pueda vivir de (y lucrarse con) sus invenciones, de modo exclusivo y sin competir con otro individuo (o empresa). Para eso, las leyes; para hacerlas cumplir, el Estado. En un contexto de aumento de la velocidad de circulación de la información, y con la enorme posibilidad de reproducción de ideas a partir de las tecnologías citadas, fue así como la sociedad capitalista occidental se organizó a partir de entonces, y hasta el día de hoy, en lo que se refiere a la producción y circulación de ideas.

Pero la manera de gestionar la propiedad de ideas a partir de la noción de propiedad intelectual y sus ramificaciones (derechos de autor y propiedad industrial) no sería la única desde entonces. Corriente de ideas también surgida en la segunda mitad del siglo XIX, el anarquismo negaría desde su inicio los derechos de autor; la frase «¡la propiedad es un robo!», sacada de un texto de Pierre-Joseph Proudhon de 1840 —un año después de que la patente del daguerrotipo fuera convertida en dominio público en Francia—, sería aplicada desde el principio a la propiedad material, pero no por eso dejaría de incluir también a la propiedad industrial, como buena parte de las obras (sobre todo impresas) anarquistas desde entonces dejarían claro en sus páginas iniciales con mensajes como «sin derechos reservados», «todos los derechos rechazados», entre otros mensajes explícitos negando la existencia de derechos de autor. Hacían eso de forma clara y coherente con sus principios: las ideas, como las tierras, deben ser libres, circular libremente, sin restricciones tanto de monopolios reales o religiosos como de regulaciones legales promovidas por el Estado para controlar la competencia del mercado. La forma de analizar esos principios filosóficos en la práctica de la supervivencia cotidiana en un planeta cada vez más dominado por el capitalismo y su propiedad privada suscitan matices y discusiones diversas hasta el día de hoy. Es de notar que, considerada por muchos ingenua, la perspectiva de la ausencia de propiedad que el anarquismo defendió, teniendo la autonomía de la persona como eje central de sus preocupaciones, va a encontrar eco en jáqueres e influenciar la construcción de Internet —y del software libre— décadas después. Será una idea furtivamente presente e influyente en la sociedad hasta el día de hoy, como se muestra en el siguiente capítulo.

También fruto del siglo XIX, el socialismo trataría los derechos de autor de forma diferente. Tanto en la Unión Soviética (URSS) como en Cuba estaban en vigor las leyes de derecho de autor acordadas en Berna cuando, en 1917 y 1959, respectivamente, estallan las revoluciones soviéticas y cubana. En 1928, la ley de derecho de autor en el país europeo, de influencia romano-francesa, es alterada, y el período de validez de los derechos (patrimoniales) se reduce a un intervalo más cercano a las leyes iniciales del siglo XVIII: 25 años después de la publicación de una obra o 15 años tras la muerte del autor. Así permanece hasta 1973, cuando la URSS firma los tratados internacionales de propiedad intelectual y adopta el plazo estándar de 70 años tras la muerte del autor como el oficial para la vigencia de los derechos patrimoniales; los morales, que hablan respecto al reconocimiento de autoría, son perpetuos e inalienables. Ese plazo se aplica también hoy a Rusia y a todos los Estados postsoviéticos como Ucrania, Georgia, Estonia, Lituania, Moldavia, entre otros[^88]. En Cuba sucede algo parecido: la ley es alterada en 1977 y disminuye el plazo de extensión de los derechos de autor a 25 años después de la muerte del autor, lo que permanece hasta 1994, cuando Cuba firma entonces tratados internacionales y adopta el período de 50 años tras la muerte del autor, que permanece en 2022. En China y en Corea del Norte, otros países que adoptaron el régimen socialista en el siglo XX, hay una larga tradición social colectivista que hace que las nociones de copia, autoría y propiedad intelectual sean entendidas de maneras diferentes, que serán tratadas en el capítulo 6 «Cultura colectiva».

[^88]: Como muestra la lista de la nota anterior.

Es de imaginar, finalmente, que en un contexto de gran circulación de aparatos tecnológicos de reproducción y comunicación, términos como «plagio», «copia» y «creación» ganarían otros significados. Si el romanticismo fija en el siglo XIX la percepción, hasta hoy predominante, del autor como genio creativo solitario, un legítimo propietario de bienes culturales, el inicio del siglo XX va a alterar esa noción casi sagrada de creación. Artistas y creadores en general van a torcer y a darle la vuelta a la noción de plagio y usarlo como método de producción artística y estrategia de confrontación a la propiedad intelectual —y, por consiguiente, al propio capitalismo—. La copia de la copia de la copia generaría otras formas de expresión, que a su vez serían recombinadas y formarían la base de muchos bienes culturales ampliamente conocidos en el siglo XX y hasta el día de hoy.