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Ĉiu, kiun al mi oni skribis pri tiu mirinda homo vidita en Frankfurto veras. Mi ne vidis kompletajn Bibliojn, sed nur nekudritaj kajeraroj aŭ kelkaj libroj de la Biblio. La tipografio estis tre eleganta kaj legebla, neniel malfacile sekvebla — vi povus legi ĝin senpene, kaj fakte sen okulvitroj.
Enea Silvio Bartolomeo Piccolomini, estonta papo Pio la 2-a, en letero al kardinalo Carvajal, 1455

Konsiderante, ke presistoj, bibliotekistoj kaj aliaj homoj kutime en la lastaj jaroj premis la liberecon presi, represi kaj eldoni, aŭ fari, ke oni presu kaj represu kaj ke eldonu librojn kaj aliajn skribaĵojn sen la konsento de la aŭtoroj aŭ proprietuloj de tiuj libroj kaj skribaĵoj, malprofitante ilin, kaj kun tro da kutimo ruinigante ilin kaj iliajn familiojn: por eviti do tiujn praktikojn en la estonto kaj por instigi al instruitaj homoj komponi kaj skribi utilajn librojn; ke bonvolu via maŝto povu esti proklamita ĉi tiu Statuto.
Statuto de Anne, Anglio, 1710

Mi ne vidas kialon por por doni nun pli daŭran periodon, ke devigu al ni doni ĝin denove senhalte, kiam la antaŭaj eksvalidiĝu; se tiu projekto estas aprobita, ĝi kreos sume eterna monopolo, io ege leĝe malaminda; ĝi estos granda obstrukco por la komerco, granda baro por la lernado, kiu donos neniun profiton al la aŭtoroj, sed ĝena imposto al la publiko, nur por pligrandigi la privatajn gajnojn de la librovendistoj.
Angla parlamento, neante la peton de la librovendistoj por pliigi la daŭron de la aŭtorrajta templimo, 1735

La aŭtorrajto apartenas al la aŭtoro; la aŭtoro tamen ne posedas presajn maŝinojn; tiuj maŝinoj apartenas al la eldonisto; do aŭtoro necesas la eldoniston. Kiel reguli ĉi tiun neceson? Simple: la aŭtoro, interesita pri kiu sia verko estu eldonita, liveras la rajtojn al la eldonisto dum certa periodo. La ideologia defendo ne plu baziĝas sur cenzuro, sed sur la merkata neceso.
Wu Ming, Novaj rimarkoj pri la aŭtorrajto kaj la rajtocedo, 2005

I.

Ĉirkaŭ la jaro 1455, la estonta papo Pio la 2-a, Enea Silvio Bartolome Piccolomini, promenis tra la stratoj de la regio de Frankfurto, kiam li vidis montrofenestron kun kelkaj presitaj kajeroj de teksto, kiun li bonege konis. En letero al la kardinalo Carvajal, li rakontis tiel la epizodo: «Ĉiu, kiun al mi oni skribis pri tiu mirinda homo vidita en Frankfurt veras. Mi ne vidis kompletajn Bibliojn, sed nur nekudritaj kajeraroj aŭ kelkaj libroj de la Biblio. La tipografio estis tre eleganta kaj legebla, neniel malfacile sekvebla — vi povus legi ĝin senpene, kaj fakte sen okulvitroj»[^33]. La nomita «Biblio de Gutenberg», ankaŭ konata kiel «Biblio de 42 linioj», estis unue presita en 1455 kaj havis inter 158 kaj 180 kopioj. Ĝi konsistis el la hebrea Malnova Testamento kaj el la greka Nova, kiel la kristana Biblio hodiaŭ estas konata, skribitaj en la latina, kun 42 (en iuj 40) linioj, parto presita en pergameno, parto en normala papero de grando duobla folio, kun du paĝoj en ĉiu flanko de la papero (kvar paĝoj po folio).

[^33]: «All that has been written to me about that marvelous man seen at Frankfurt is true. I have not seen complete Bibles but only a number of quires of various books of the Bible. The script was very neat and legible, not at all difficult to follow—your grace would be able to read it without effort, and indeed without glasses». Disponebla en https://pablozeta.com/posts/the-birth-of-movable-type/.

Naskita en Majenco, en sudokcidento de Germanio, en 1398, homo nomita Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg

Nacido en Mainz, sudeste de Alemania, en 1398, el hombre llamado Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg era un joyero y un hábil comerciante antes de trabajar en la impresión y desarrollar el proceso que facilitaría la expansión de las ideas de manera mucho más rápida de lo que existía hasta entonces. El sistema de tipos móviles con el que Gutenberg imprimió la Biblia, y el que se popularizó a partir de ese período, no fue —como nunca es— una invención a partir de la nada. El proceso de producción manual de libros comenzaba, desde el siglo XII, a experimentar modificaciones consistentes; los papeles volvieron a circular por Europa, y las prensas, grandes bloques de madera que tomaban tinta e imprimían en una superficie, empezaron a hacer de la impresión un proceso industrial más rápido que las manos de los monjes copistas y a volver los libros más baratos que los antiguos libros de papiro de la Antigüedad[^34]. Las contribuciones de Gutenberg al sistema ya utilizado en la época para la impresión fueron principalmente la invención de un proceso de producción en masa de tipo móvil, hecho a partir de una aleación que incluía plomo, estaño y cobre y que podía reutilizarse; el uso de tinta a base de aceite, que se adaptaba mejor a un papel más suave y absorbente probado por él; y el uso de un modelo de prensa que era similar al de tornillo usado en la agricultura de la época, y, por tanto, un objeto que era más familiar a la vida cotidiana agraria de la región.

[^34]: En China hay registros de usos de formas de impresión semejantes a las de Gutenberg desde el siglo XI; Bi Sheng, en 1040, había usado los tipos móviles para imprimir en arcilla, material poco resistente y fácilmente quebrable; Wang Zhen, en 1298, trabajó con un sistema móvil, todavía esculpido en madera, un poco más resistente que la arcilla. La impresión en madera, técnica conocida como xilograbado, era ampliamente utilizada en China de ese período y hay constancia de que, dada la peculiaridad de los caracteres chinos, continuaba siendo la forma más eficiente y barata de imprimir. Véase Briggs; Burke, Uma história social da mídia: de Gutenberg a Diderot; y Tsien Tsuen-Hsuin; Joseph Needham. Paper and Printing: Science and Civilisation in China, v. 5, p. 158.

El surgimiento del proceso de producción en masa de publicaciones, que hoy llamamos impresión, aceleró un proceso de popularización de la cultura escrita[^35]. Los avances propiciados por la impresión facilitaron la difusión de ideas de todo tipo, no solo las de carácter litúrgico y religioso que predominaban en la época. La creciente difusión de publicaciones potenció la creación de lectores y cambió los hábitos de disfrute de bienes culturales. Fue un inicio, poco a poco, del cambio de la experiencia colectiva oral, basada en la representación de quien presentaba el contenido que se quería transmitir, a la experiencia individual, silenciosa y aislada, impresa en papel de forma más duradera y fija que aquella al aire libre, acostumbrada a la libertad de adiciones, apropiaciones e improvisaciones diversas de que la representaba. «La tendencia a actitudes más individualistas fue fomentada por la posibilidad de imprimir, que ayudó al mismo tiempo a fijar y difundir textos»[^36].

[^35]: Es interesante observar aquí, como hacen Eisenstein, en The Printing Revolution in Early Modern Europe, y Martins, en Autoria em rede, que la transición del libro manuscrito al libro impreso no se dio de forma inmediata; «al contrario, fue un proceso de negociación y mezcla entre dos lenguajes, el que refuerza la teoría de que la creación de un nuevo medio se da mediante la adaptación de un medio anterior» (Martins, op. cit., p. 68). [^36]: Briggs; Burke, op. cit., p. 140.

La expansión de la difusión de publicaciones impresas y el estímulo a un individualismo propiciado por la posibilidad de lectura solitaria se aglutinaron a un humanismo renacentista para modificar también la idea de autoría de entonces. Si, durante buena parte de la Edad Media, la cultura era oral y la autoría era colectiva y difusa, expresión de un deseo divino o arraigado en una cultura popular determinada, y los libros tenían restringida su difusión a la producción artesanal de las iglesias, ahora había elementos para la transformación de la concepción de lo que sería el autor de una obra. Al trasladar al hombre al centro (antropocentrismo) del mundo, el humanismo empezaba a valorar la noción de originalidad e individualidad, que se expresó en la apreciación del estilo y el reconocimiento del enfoque innovador de cada autor, frente a la fuerte dependencia textual de la tradición típica de las obras de la Edad Media[^37]. Teniendo identificado un autor individual, las publicaciones también empezaban a volverse más cerradas, con menor apertura a adiciones o comentarios, como hasta entonces solía ocurrir en las notas de los márgenes de los libros medievales.

[^37]: Ibidem, p. 116.

Antes de la popularización de la impresión de tipos móviles, la producción de un libro era una tarea difícil, cara y artesanal, prácticamente restringida al ámbito de la Iglesia Católica y sus monjes copistas. Después de Gutenberg, el libro podía ser impreso a escala industrial, por comerciantes y empresarios que tuvieran dinero para comprar las máquinas necesarias y organizar sus modelos de producción, lo que ya era un cambio considerable en el sistema de circulación de conocimiento de la época: posibilitaba la difusión de ideas, bienes culturales e información más allá del control de la Iglesia. No por casualidad, es en ese período cuando ocurre la Reforma Protestante, movimiento religioso que cuestionó los dogmas del catolicismo de la época, inaugurado a partir de las famosas noventa y cinco tesis escritas por Martín Lutero en Wittenberg, Alemania, en octubre de 1517. Las pequeñas imprentas, muchas veces clandestinas, fueron los canales de difusión de las ideas reformistas por toda Europa.

El universo (o revolución) inaugurado por Gutenberg afianzó también la idea de un mercado para bienes culturales y le dio a estos características determinadas según las condiciones de producción en masa. Imprimir un libro aún era un proceso caro, que requería una considerable suma de dinero para realizarse. Pero, con la novedad de la prensa de tipos móviles, se volvió también un negocio lucrativo; un solo libro, que tardaría meses en ser producido artesanalmente en los monasterios, se convirtió en 500, 1 000 o más ejemplares impresos en pocos días y distribuidos en las principales ciudades de la época, lo que generó una red potente que atrajo a banqueros para financiar a los impresores, vendedores para comercializar las obras, vendedores ambulantes para transportarlas y nuevos lectores, muchas veces alfabetizados a partir de las publicaciones que comenzaron a circular en la época.

Como la Iglesia y las monarquías europeas no querían perder el control de la propagación de ideas, los conflictos fueron inevitables. En el primer caso, el miedo a la difusión de los principios de la Reforma Protestante dio lugar a persecuciones de varios impresores de la época, lo que años después dio lugar a la creación, en 1559, del Index, lista de publicaciones consideradas heréticas y prohibidas por la Iglesia Católica, con sus editores inhabilitados[^38]. La creación de un mercado de publicación, a su vez, hizo que los gobiernos monárquicos de la época establecieran reglas para controlar las relaciones entre quien escribía un libro, quien vendía y quien lo leía. Hasta entonces, cualquier persona que tuviera acceso a una imprenta o alguien que la tuviera podía imprimir copias de lo que quisiera sin que nadie reclamara legalmente la exclusividad de la producción y circulación de las obras que iban a imprimirse. Además, era común que una obra, bien vendida en una determinada región, fuera publicada como novedad en otra a partir de diversas traducciones y adaptaciones sin ningún tipo de control. En una época en la que, en Europa, Portugal, España, Inglaterra y Francia empezaban a organizarse como Estados nación y las actuales Alemania, Italia, Bélgica, Austria, Polonia, entre otras, se dividían en cientos de ciudades-Estado independientes, no había legislaciones que regularan la circulación de las obras en todas esas regiones; a lo sumo cada ciudad o región contaba con sus propias reglas, que no valían para otras. No existía ninguna distinción entre lo que sería una obra «oficial» y una «pirata».

[^38]: Promulgada por el papa Paulo IV, Gian Pietro Carafa, sería una lista mantenida hasta el siglo XX, suspendiéndose en 1966. Sobre las acciones de censura y persecución a los editores y pastores radicales de la Reforma Protestante por Carafa, el grandioso romance Q: o caçador de hereges, de Luther Blisset (1999), publicado en Brasil en 2002 por Conrad, es una fuente excelente.

II.

Correspondieron a la República de Venecia y a Inglaterra las primeras labores más consolidadas de ofrecer licencias exclusivas a algunos editores para la publicación de determinados libros. En la ciudad italiana, conocida por su activo comercio marítimo con asiáticos, árabes, bizantinos, africanos y por el heterogéneo tráfico de nobles, banqueros, marineros, delincuentes y vendedores de los sitios más variados, en 1486 se estableció el primer privilegio para la publicación exclusiva de un libro. La obra escogida, Rerum venetarum ab urbe condita opus, es un resumen de la historia de la Sereníssima, como era conocida Venecia, escrita por Marcus Antonius Coccius Sabellicus, historiador italiano, a quien el consejo que administraba la ciudad concedió un permiso especial para escoger un único editor del libro en el territorio veneciano[^39]. Algunos años después, los privilegios reales para determinados impresores se consolidaron para más obras en Venecia (1498) y se propagaron también a otras ciudades italianas, como Florencia y Roma, así como a Francia y otras ciudades-Estado alemanas, con un mismo objetivo: garantizar a ciertos impresores la exclusividad de publicación de determinados libros, con el fin de que solamente ellos se pudieran lucrar con su comercialización[^40].

[^39]: En Armstrong, Before Copyright: The French Book-Privilege System 1498-1526 [^40]: En Martins, op. cit., p. 38, y también Woodmansee, The Author, Art, and the Market: Rereading the History of Aesthetics.

En Inglaterra, 1557 es el año de las primeras licencias dadas a impresores, concedidas por la reina Mary a un grupo de Londres conocido como Stationers Company, formado en 1403[^41] por artesanos relacionados con la circulación y venta de libros y otros materiales de impresión. Al ser uno de los primeros grupos organizados que trabajaban en el nuevo negocio, presionaron a la monarquía inglesa para tener exclusividad de producción y venta de publicaciones, y consiguieron un privilegio que, en la práctica, dio a Stationers Company el monopolio de la copia y difusión de libros. A partir de entonces, solamente podían imprimirse legalmente en Inglaterra obras que poseyeran autorización real y que estuvieran listadas en el registro oficial en nombre de un editor relacionado con la empresa. Era un derecho a copiar (right to copy) otorgado a algunos impresores, que, con eso, se convertían en los únicos con privilegios sobre determinadas obras. No había mención a derechos patrimoniales, morales o estéticos de los autores de una determinada obra.

[^41]: Como consta en la página oficial de la organización, todavía activa hoy, disponible en https://www.stationers.org/company/history-and-heritage.

Después de un siglo y medio de monopolio, Stationers Company estaba cada vez más amenazada por los libreros de provincias alejadas de Londros —escoceses e irlandeses principalmente—. La empresa pidió entonces al Parlamento inglés una nueva ley para alargar su derecho exclusivo sobre la copia de libros. La respuesta fue la creación del Estatuto de Anne, aprobado en 1710 por el Parlamento británico y considerado la primera ley de copyright del mundo y base para una parte de las legislaciones hasta hoy, más de tres siglos después. Fue un duro golpe contra el privilegio de Stationers Company, porque la ley designó a los autores (y no más a los editores) como los propietarios de sus obras. El texto de la ley comenzaba así:

Considerando que, impresores, bibliotecarios, y otras personas, con frecuencia en los últimos tiempos han tomado la libertad de imprimir, reimprimir, y publicar, o hacer que se imprima y reimprima, y han publicado libros y otros escritos, sin el consentimiento de los autores o propietarios de esos libros y escritos, en grave perjuicio para el autor, y muy a menudo en detrimento de ellos y sus familias; para la prevención de estas prácticas en el futuro, y para alentar al hombre culto a componer y escribir libros útiles; podría ser por Usted Su Majestad, aprobado y decretado este estatuto.[^42]

[^42]: En el original en inglés: «Whereas Printers, Booksellers, and other Persons, have of late frequently taken the Liberty of Printing, Reprinting, and Publishing, or causing to be Printed, Reprinted, and Published Books, and other Writings, without the Consent of the Authors or Proprietors of such Books and Writings, to their very great Detriment, and too often to the Ruin of them and their Families: For Preventing therefore such Practices for the future, and for the Encouragement of Learned Men to Compose and Write useful Books; May it please Your Majesty, that it may be Enacted this Statute». Disponible en https://en.wikipedia.org/wiki/Statute_of_Anne.

Antes exclusivos de los miembros de Stationers Company, los derechos sobre la impresión y reimpresión de libros pasaron a ser del autor —o de otra persona a la que este le diera autorización— tan pronto como fueran publicados. Una limitación importante era que la ley otorgaba ese direcho solo durante un período determinado: 14 años, renovable solo mientras el autor estuviera vivo, y 21 años para obras publicadas antes de aquel momento. Al final de ese período, el copyright expiraba y la obra era entonces libre de ser publicada por cualquiera. La pena para quien no cumpliera el estatuto era la destrucción de las copias y el pago de multas al propietario de los derechos.

Para algunos investigadores e historiadores del derecho de autor, la intención de la ley era acabar con el monopolio de Stationers Company —y no dar los derechos de copia e impresión al autor—. Hubo presiones de varios bandos para acabar con el monopolio de la empresa, a la que se acusa de estar «vendiendo la libertad de Inglaterra para garantizarse los beneficios de un monopolio»[^43]. El escritor inglés John Milton, autor de Paraíso perdido (1667), decía en esa época que los impresores de Stationers Company eran «monopolizadores del negocio de los libros, hombres que por tanto no trabajan en una profesión honrada a la cual se debe el conocimiento»[^44]. El notorio poder que los libreros ejercían sobre la difusión del conocimiento a través de los monopolios estaría perjudicando su libre propagación.

[^43]: Como cuenta el abogado y profesor Lawrence Lessig en Cultura libre: Cómo los grandes medios usan la tecnología y las leyes para encerrar la cultura y controlar la creatividad, p. 81. [^44]: Wittenberg, The Protection and Marketing of Literary Property, citado en Lessig, op. cit., p. 81.

Al aprobar el Estatuto de Anne, el Parlamento británico también buscaba aumentar la competición entre los libreros y, con eso, en teoría, fomentar la mayor circulación de publicaciones. Con esa perspectiva, limitar el período del copyright fue necesario para garantizar que las publicaciones se volverían abiertas para que cualquier distribuidor las publicara después de cierto tiempo. «El determinar que el plazo para las obras ya existentes era de solo veintiún años fue un compromiso para luchar contra el poder de los libreros. La limitación en los plazos fue una forma indirecta de asegurar la competencia entre libreros, y de este modo la producción y difusión de cultura»[^45].

[^45]: Lessig, op. cit., p 81.

III.

Promulgado en Inglaterra, lo cierto es que el Estatuto de Anne no fue obedecido inmediatamente. Nació como una ley que, tal vez por la novedad de la concepción que introdujo, disputó sus interpretaciones en los tribunales durante muchas décadas, lo que da muestra, relevante todavía hoy, de qué intereses están en juego cuando se habla de los enfrentamientos entre productores, intermediarios y público. Stationers Company y otros libreros surgidos después ignoraron la legislación y continuaron insistiendo en el derecho perpetuo de controlar sus publicaciones a su voluntad durante décadas.

En 1735, ya transcurridos los primeros 21 años de expiración de obras siguiendo el Estatuto (1710 + 21), los libreros trataban de persuadir al Parlamento para extender los períodos, para legalizar la explotación comercial de las obras durante más tiempo. El texto en el que el Parlamento comunicó su decisión —negativa— aporta un determinado zeitgeist (espíritu del tiempo) de crítica a los monopolios, sobre todo los de la Corona inglesa, bastante presente en el país durante los siglos XVII y XVIII. Conviene recordar que la llamada Guerra Civil Inglesa (1642-1651), raro período en que Inglaterra no tuvo un monarca como su principal gobernante, fue en parte provocada por las prácticas de la Corona de mantener monopolios:

No veo razón para conceder ahora un nuevo plazo, lo cual no impedirá que se conceda una y otra vez, con tanta frecuencia como expire el antiguo; así que si esta ley se aprueba, establecerá de hecho un monopolio a perpetuidad, una cosa que con razón es odiosa a los ojos de la ley; será una gran traba al comercio, un gran obstáculo al conocimiento, no supondrá ningún beneficio para los autores, pero sí una gran carga para el público; y todo esto solo para incrementar las ganancias privadas de los libreros.[^46]

[^46]: Citado en Lessig, op. cit., p 82.

Sin haber conseguido la extensión del período inicial de copyright, los editores todavía siguieron con disputas en los tribunales ingleses durante algunas décadas. En la defensa de las demandas contra unos y otros, empezaron también a evocar los derechos que los autores tendrían sobre las obras como estrategia de argumentación para garantizar la explotación comercial de sus publicaciones durante más tiempo. Usaban artimañas jurídicas para eso, como muestra uno de los casos más famosos de la época, Millar vs. Taylor, en 1769. Millar era un librero activo en Londres asociado a Stationers Company que, en 1729, compró los derechos de copia del poema del escritor James Thomson Las estaciones, pagando entonces £105. Después del término del período de copyright, 14 años según el Estatuto de Anne, Robert Taylor, otro editor inglés, comenzó a vender una edición de los poemas en los mercados londinenses que competía con la de Millar —a quien no le gustó y que, con el apoyo de la empresa de la que formaba parte, denunció a Taylor—. La argumentación jurídica usada en el proceso fue que Millar, habiendo pagado al autor, tenía el derecho perpetuo sobre la obra.

Cinco años después, sin embargo, la decisión fue revocada en otro caso famoso de la época, Donaldson vs. Beckett[^47]. Millar murió poco después de su victoria y vendió su patrimonio a un sindicato de distribuidores de libros, del que formaba parte un individuo llamado Thomas Beckett. Por otro lado, Alexander Donaldson era un librero escocés que publicaba ediciones baratas de obras cuyo período de copyright hubiera expirado, lo que hacía que fuera considerado un editor «pirata» por los ingleses de Londres. Tras la muerte de Millar, el escocés publicó una edición no autorizada de los trabajos del poeta Thomson; Beckett, basándose en la decisión anterior favorable a Millar, obtuvo una orden judicial contra él. Donaldson entonces apeló a la Cámara de los Lores, una especie de Tribunal Supremo de la época que tomaba decisiones que no pocas veces movilizaban a «hinchas» en ambos lados. Por una mayoría de dos a uno, la Cámara de los Lores decidió a favor de Donaldson contra el argumento de los copyrights perpetuos —que, cinco años antes, el juez Mansfield había acatado en pro de Millar—. Los lores ahora aceptaron la alegación de los abogados del librero escocés: cualquier derecho que hubiera existido antes, basado en el derecho común, había terminado con el Estatuto de Anne, que pasaba entonces a ser la única regulación jurídica para el derecho de copia de publicaciones impresas. Después de que el período definido por el estatuto (14 o 21 años, dependiendo del caso) hubiera expirado, los trabajos que estaban originalmente protegidos —los de autores como William Shakespeare y John Milton, por ejemplo— perdían tal protección y podían ser usados, adaptados y comercializados libremente, pues pasaban a dominio público —una noción que, aunque existe desde los griegos y romanos[^48], pasó en ese momento a ser validada por primera vez en la historia del sistema jurídico anglosajón—.

[^47]: Detallado en Lessig, op. cit., p 84. [^48]: Hay diferentes versiones del origen de la idea de dominio público en Occidente. Una de las más aceptadas remite a los derechos de propiedad en Roma, donde había definiciones de res nullius («cosas que no pueden ser apropiadas»), res communes («cosas que podrían ser comúnmente apreciadas por la humanidad, como el aire, la luz solar y el mar), res publicae («cosas que habían sido compartidas por todos los ciudadanos») y res universitatis («cosas que eran propiedad de los municipios de Roma»). El término tiene origen en esos conceptos y fue disputado con otros semejantes, como publici juris o propriété publique, en el siglo XVIII, hasta difundirse y ser adoptado legalmente a partir de la Convención de Berna (ver próximo capítulo). Sobre el origen del dominio público, véase Huang, On Public Domain in Copyright Law, Frontiers of Law in China, v. 4, pp. 178-195, y Torremans, Copyright Law: a Handbook of Contemporary Research.

IV.

La noción de copyright que surgió en la época del Estatuto de Anne era específica: prohibía a otros reeditar un libro impreso. Era un derecho ligado a un bien que, a su vez, se relacionaba directamente a una tecnología que lo producía —en la época, máquinas de impresión de tipos móviles—. En la Inglaterra del siglo XVIII, el copyright todavía se limitaba a determinar quién, y durante cuánto tiempo, podría copiar y distribuir un bien cultural en formato impreso. No mencionaba derechos para los autores, como la remuneración por la obra o la posibilidad de adaptación de esta, ni citaba otras artes o soportes. Aunque los libreros ingleses evocaran la protección del autor en sus defensas jurídicas, se trataba más de una artimaña para proteger intereses de ciertos grupos que comenzaban a industrializarse que de un sistema jurídico de protección para quien creaba[^49].

[^49]: Wu Ming, Notas inéditas sobre copyright e copyleft, op. cit.

Para el colectivo italiano Wu Ming, la ley de copyright del Estatuto de Anne surgió de la necesidad de censura preventiva y de restricción al acceso a los medios de producción cultural —de la limitación, por tanto, a la difusión de ideas—. La intención de los impresores al buscar la creación del Estatuto de Anne por el Parlamento inglés sería la de reconocer la legitimidad de sus intereses y crear una legislación que trabajara a su favor. El argumento aquí es «el copyright pertenece al autor; el autor, no obstante, no posee máquinas de impresión; tales máquinas las posee el editor; así pues, el autor necesita al editor. ¿Cómo regular esta necesidad? Simple: el autor, interesado en que su obra sea publicada, cede los derechos al editor durante un período determinado. La justificación ideológica ya no se basa en la censura, sino en las necesidades del mercado»[^50].

[^50]: Nimus, Copyright, copyleft e os creative anti-commons, p. 42.

La creación de un sistema que regulara no solo los derechos exclusivos de copiar, imprimir y vender una determinada obra, sino también la propiedad de la ideas, surgiría prácticamente en la misma época, pero del otro lado del canal de la Mancha.